martes, 3 de agosto de 2010

Antonio Villalobos Ordóñez:
In memóriam





(Foto tomada por Gustavo Rojas el 17.11.1991)


Hace pocas semanas, en Trujillo, se nos fue el “Lobo”, como afectuosamente llamábamos al colega maestro de aula, al fraterno amigo y compañero de lucha, al enérgico dirigente gremial y consecuente militante político. Se ha marchado ya en su condición de solitario jubilado, alejado no sin alguna decepción de todo quehacer partidario. Pero su desaparición física ha convocado no sólo a sus familiares y allegados, sino también a muchos participantes en diversas jornadas de combate magisterial, sindical y popular. Su muerte duele, al igual que la dentellada de toda muerte humana. Sin embargo, en su caso el dolor es mayor porque Antonio se ha ido llevando en la piel y en el corazón, como condecoraciones, los tatuajes dejados por numerosas y generosas luchas en defensa de nuestra niñez y nuestro pueblo. Y porque en el noble ejercicio de su función docente dio todo de sí, sin bajar la guardia y sin mezquinar esfuerzos, por el bienestar de sus alumnos y la dignificación del magisterio desdeñando cualquier tipo de reconocimiento o recompensa.

La ausencia del “Lobo” incita a mirar hacia el pasado y a recordar, entre otras gestas memorables, las heroicas jornadas de lucha sutepista de los años ’78 y ’79 en la primera línea de los unitarios y centralizados combates antidictatoriales de nuestro pueblo, cuando los afanes electoreros y la búsqueda de acomodos aún no habían embotado y distorsionado la percepción, el razonamiento y el accionar revolucionario de las auténticas dirigencias políticas, sindicales y populares de esa época. Hoy, el paisaje es completamente distinto y, en cierto modo, desolador. Ahora, sólo puede verse en la superficie a cúpulas compuestas por los mismos personajes de antaño, pero “arrepentidos”, empeñados en hacer “méritos” para no ser considerados “antisistema”, dispuestos a cualquier pragmática transacción política que les posibilite colaborar en el mantenimiento del actual estado de cosas y, peor aún, ciegos, sordos, mudos e indolentes ante los sufrimientos del pueblo, ajenos al intenso y subterráneo bullir de la energía de las masas, y renuentes a encarar las tareas de educación y organización que se requieren para canalizar esa energía hacia la transformación efectiva de nuestra opresiva realidad. Antonio partió deplorando situación tan perniciosa que confunde y desorienta incluso a veteranos luchadores, pero confiando en que la solución a tal problema ha de surgir indefectiblemente del propio pueblo.

Además, su ausencia suscita reflexión sobre la crítica situación actual del magisterio en actividad y también acerca de la necesidad de contar con un ente organizador, convocante y generador de iniciativas concretas para darle sentido a la vida de los maestros jubilados. A pesar de determinados esfuerzos aislados, las instituciones magisteriales existentes aún no han logrado dotarse de servicios que ofrezcan a los cesantes y jubilados iniciativas de acción real en las que puedan volcar sus experiencias de vida y trabajo. Cada maestro jubilado se lleva consigo sus saberes al no contar con una organización que le ayude a sistematizarlos y a transmitirlos a las nuevas generaciones. Es éste, y no otro, el momento de ponerse a pensar y actuar en torno al quehacer de los jubilados, en actividades personales y colectivas que los liberen de la tediosa rutina que no sólo los hunde en la desesperanza y los va aniquilando lentamente, sino que en determinados casos los induce a prácticas evasivas e insalubres (como el exagerado consumo de alcohol) que únicamente aceleran su fin. Ya es hora de empezar con la liquidación del absurdo criterio que considera a los jubilados como personas que, después de toda una vida dedicada al trabajo, tienen obligadamente que pasar al “reposo” absoluto, tal como máquinas inservibles. Según un viejo aforismo, “cuando la experiencia habla, la juventud escucha”. Pero en estos tiempos de infamia neoliberal y de destrucción planificada del ser humano, los trabajadores en retiro, particularmente los maestros, son calificados de “viejos” y, por tanto, de “inútiles”. Y así se les condena a la muerte en vida y luego a la prematura desaparición física.

De una u otra forma, el “Lobo” fue una de las víctimas de este estigma. Como sucede con muchos jubilados y no jubilados cuando ya no resultan funcionales a determinados y oscuros propósitos particulares, su “inutilidad” fue el odioso pretexto para arrinconarlo y sumirlo en el abandono, subterfugio utilizado por las “izquierdistas” dirigencias de las organizaciones gremial y política a las que entregó desinteresadamente entusiasmo, inteligencia, capacidad de trabajo y los mejores años de su vida. Como maestro de aula y como luchador social, Antonio dio siempre más de lo que le fue requerido en las situaciones concretas y podía haber continuado aportando en experiencia, lucidez y conocimientos de haber contado oportunamente con el soporte colectivo que le fue alevosamente negado. Circunstancias penosas del último tramo de su existencia, tramo signado por el desengaño, la tristeza mal escondida, la soledad y cierto escepticismo, de ninguna manera pueden echar sombras sobre la limpieza de una trayectoria vital al servicio incondicional de los altos ideales políticos y sociales que él asumió y por los que luchó incansablemente. Por eso, al “Lobo” hay que recordarlo como a él le habría gustado perdurar en la memoria de sus camaradas y amigos: sonriente, enérgico, socarrón, solidario y levantando muy en alto las banderas de combate del pueblo peruano.

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